viernes, 4 de abril de 2008

Dos orejas se pidieron para Pepín Liria en el segundo de su lote. Era el último toro de su carrera en Sevilla y Pepín, uno de los toreros más regulares en este coso de las últimas décadas, lo quiso aprovechar al máximo aunque en ello le fuera la vida. Esto es literal, no es una frase hecha, porque la vida se la jugó el de Cehegín al ser arrollado por el tren de Victorino cuando se fue a recibirlo a portagayola. Al susto mayúsculo siguió la sensación reconfortante de comprobar que el torero seguía en pie y la alegría de que estaba cuajando un buen tercio de capote, rematado con medias engarzadas que pusieron la plaza en pie (por cierto, ¿por qué la banda acompañó con un pasodoble, pieza alegre y festiva, ese momento de tragedia? ¿Pudo ser por oportunismo?).



Con la taleguilla recompuesta a base de esparadrapo y con el fondo solemne de las campanas de la catedral, Liria brindó al público y comenzó bien la faena. Las series diestras surgieron ligadas. En ellas se apreció que el toro no regalaba ni una sola embestida, lo que se puso de manifiesto de forma tajante al natural, cuando echó mano al torero, lo volteó y lo buscó de forma terrible en el suelo. Pese a la paliza, Liria se recompuso, volvió con raza a la cara del toro y lo mató con mucha verdad. La lenta muerte del toro en los medios fue un epílogo bello para esta historia épica. La gente reclamó lo justo: dos orejas para el héroe. La presidenta no debió leerla bien y rebajó a una. Por esta decisión, a la señora del palco le tocó lidiar a su peor toro de la tarde: una seria y astifina bronca.

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